La misma semana en que llegué a Lodungokwe como párroco, conocí a Lesuraini, un hombre que andaba con costalados de cosas que se encontraba por ahí y que era obsesionado por amontonar vasijas. Lo encontré, cuando un grupo de niños le tiraba piedra y ya lo tenían bien aporreado. Me sorprendió ver que los adultos no se inmutaban por lo que le pasaba al pobre loco, estaban indiferentes y algunos hasta se reían. Me acerqué a Lesuraini y comprendí que precisaba curación y primeros auxilios y que además tenía hambre y olía mal y necesitaba comida y agua para lavarse. Desde ese día empezó a ir a la misión a comer y a lavarse y los niños fueron aprendiendo a respetarlo.
La gente me fue contando su historia, venia del pueblo vecino, había sido un guerrero fuerte y en su altanería faltó al respeto y ultrajó a sus mayores, fue entonces que los ancianos lo maldijeron y esa maldición que incluía el rechazo de todos lo enloqueció; sentirse excluido le trastornó la mente. Era pues, según decían, un maldito y nadie tenía porque respetarlo.
Al domingo siguiente, le dije a la gente que Lesuraini era el hombre más importante del pueblo, que era Jesús que pasaba otra vez, que era uno de esos pequeños en los que Él se había quedado presente entre nosotros; y añadí que desde que Jesús subió a la cruz y se hizo maldición por nosotros ya no hay malditos y que la bendición se apoderó de todos y que lo que era con Lesuraini era con Jesús.
Y así la cosa dejo de ser asunto social y se fue volviendo problema cristológico: En esa aldea, para saber de Jesús y su misterio había que ponerle atención a Lesuraini. Si los cristianos de allí, y con nosotros todos los que se preparaban para el bautismo, seguíamos aprendiendo sobre Cristo en los manuales y catecismos, pero sin mirar a Lesuraini, sin tocar su piel, sin acogerlo, sin ocuparnos de su maldición, pues simplemente éramos traficantes de dogmas y doctrinas rancias. Lesuraini se volvió la única biografía autorizada de Jesús para nosotros y la cristología obligada. Creo que en Lodungokwe ya no podíamos entender a Dios y hablar de Dios sin tener en cuenta a Lesuraini. Es que uno como él pone en juego toda la teología.
Claro, una cristología muy problemática y muy incómoda, que olía muy mal, que nos dejaba sucia la casa de la misión y que al primer descuido se llevaba en sus costales todas las vasijas que teníamos en la cocina. Pero, ¿qué cristología puede ser calmada, de buen olor, aséptica y segura, si el Hijo de Dios se abajó hasta la miseria humana, y en la cruz, como lo habían dicho las profecías, parecía un gusano y no un hombre?
Jairo Alberto, mxy